​Gobernar, ejercicio para estadistas.

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Por Onofre Salvador Fulcar.


Alcanzar la categoría de sabio es sumarle a la vida el buen juicio, prudencia, experiencia y sobrada madurez en cada decisión que se tome. Salir de ahí es caer en el peligroso terreno de la actuación improvisada, inmadura y, probablemente, hacer aquellas cosas que tarde o temprano producen arrepentimiento.


Esto nos dirige a otro nivel, al de los estadistas, personajes interesantes que suelen encontrarse en la dirección o jefatura de un Estado u ocupando posiciones cimeras en el, pero también en los denominados partidos de oposición, o simplemente en roles apartados del ámbito partidario.


Yéndonos un poquito a la antigüedad, nos encontramos con razonamientos de Platón, donde se refiere a que no acabarían las desgracias humanas hasta que los filósofos ocuparan los cargos públicos o hasta que los políticos se convirtieran en auténticos filósofos. Aquí subyacen algunas verdades, limitadas por ende, por estar concebidas con exclusividad para esa parte del saber.


La política es el arte de gobernar, así la concibió el gran filósofo, Aristóteles, quien dio una connotación notablemente amplia al concepto, agregando la parte de mantener la sociedad organizada con normas y reglas, entre otros elementos de suma importancia.


Sócrates, Platón y Aristóteles, tuvieron puntos de vistas que planteaban condiciones muy elevadas relacionadas con el papel de los estadistas. Platón los compara con los malos cocineros, lo que implicaba profundas fallas en el arte de gobernar en algunos de los de su época.


Sócrates, manifestó sus consideraciones sobre el denominado Estado afiebrado, explicándolo en su forma como aquel que rompía el orden natural por medio de la ambición y el lujo.


Con esas pequeñas referencias, es fácil darnos cuenta que el asunto viene de muy lejos, expresando la necesidad de ciertas cualidades, mismas imprescindibles para dirigir o gobernar como se debe. Los desatinos y aciertos, nos dicen quienes pertenecen a esa estirpe y los que no alcanzan mínimamente tal distinción.


Para Aristóteles, el primer deber de un hombre de Estado era conocer su constitución y aplicarla. Dos ejercicios notables que deben complementarse, si se pretende entender en parte las delicadas formalidades de un Estado funcional.


Al extrapolar algunos puntos de vistas, nos llega como fundamento interpretativo, aquello de tener magníficos ideales en el plano teórico, sin embargo, impracticables en la forma de gobernar de muchos de los de ayer, hoy y tal vez por los siglos de los siglos.


Responder a los requerimientos de una sociedad, no es un simple ejercicio de disponer esto o aquello, más bien es saber lo que conviene y hasta el momento preciso de aplicarlo. La impericia y la debilidad ante las presiones, son pésimas consejeras que terminan delatando a sus protagonistas. Decir lo que el pueblo desea, es altamente significativo, hacerlo, mucho más, para no caer en sofismas.


No estamos descubriendo el agua tibia, como dicen por ahí; todo está dicho y escrito de alguna manera, sin embargo, apoyado en los referentes históricos y la simple observación, se puede colegir que los Estados aquí o allá, han tenido y tienen maestros del gobernar, de igual modo, verdaderos improvisados, cuya impronta más notoria es la agudización de los problemas encontrados y la producción de otros.


Volviendo al plano antiguo, sin apartarnos del espíritu de estas sencillas líneas, hacemos inferencia en el concepto Ética a partir de Sócrates, quien la señaló como teoría o ciencia del comportamiento moral de las personas, o sea de la conducta humana. Un verdadero estadista, no debe apartarse jamás de los caminos de la ética.


Ser estadista es hacer acopio de la honestidad, ser eficaz en el manejo de los recursos; no favorecer sectores en detrimento de otros, hacer lo que se necesita en tiempo oportuno, poner los oídos en el corazón del pueblo sin caer en medidas populistas, tampoco arbitrarias.


Se dice que en estos tiempos, sobran los políticos y escasean los verdaderos estadistas. Y es que, el segundo es político, quedando establecido que no necesariamente, el político es estadista. Esto se explica por una serie de cualidades expuestas y otras tantas que necesitarían un extenso desarrollo.


Siguiendo por ese camino, queda claro que se puede ser un hombre vinculado al Estado, sin dar visos de estadista por ningun lado. Es un individuo dechado de virtudes, quien se coloca por encima de las divisiones partidarias, procurando con los medios a su alcance el bien común.


Visto algunos aspectos, estaríamos muy corto si nos quedáramos en el plano del hombre público. Un buen estadista es, sin duda alguna, aquel que se maneja con similares virtudes en los asuntos concernientes a la vida pública y privada. No hacerlo así, sería mostrar caras diferentes, algo completamente inmoral.


Definitivamente, gobernar es un ejercicio para estadistas, está medularmente comprobado en los gobernantes de ayer y hoy.


El autor es abogado, locutor, poeta y político. 

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